Las Horas del Día: Los recuerdos del Santiago que se fue


Creo que los grandes recuerdos que tenemos de la ciudad  de Santiago no son precisamente aquellos que asociamos al cine. Nadie dudaría del tremendo poder plástico que tiene el plano final por Avenida La Paz de “Largo Viaje” (Patricio Kaulen, 1967), los encuadres que enmarcan a una dispar pareja de enamorados en “Lunes 1º, Domingo 7” (Helvio Soto, 1968) o la violencia que transforma el centro de la capital en el lugar de transito para la periferia como en “Días de Organillo” (Sergio Bravo, 1958). El recuerdo, ese lugar imaginario que no es sino una mentira verosímil, ha estado relegado del cine en su retrato citadino, fractura que cada vez que se cuela en una película nos entrega la deliciosa tranquilidad de la existencia del pasado y que nos hace sentir cobijados en un manto llamado historia.
La misma ciudad que se cae, que se hunde angustiada por su imperecedero fracaso frente al capital es la que registra Ignacio Agüero en “Aquí se construye”, crisis que aflora también en aquellas fantásticas tomas en 8mm de las terrorificas construcciones que lanzan al suelo los recuerdos de nuestros padres y abuelos en la película “Remitente” de Tiziana Panizza, registro de la vil venta de nuestra memoria.
“Las Horas del Día” no es una película sobre arquitectura, ni sobre el espacio,  ni sobre Santiago. Ni siquiera sobre un cantante que recorre un parque. No es un documental ni es una ficción, aunque está mas cerca de éste género, al utilizar un dispositivo de alteración del ambiente. “Las Horas del Día” es de alguna manera la forma de acercarse el recuerdo por medio de la evocación y la constitución de un lugar cómplice entre autor y espectador. Es el documento del nulo heroísmo que significa volver a un lugar que a su vez insinúa y estremece como estremecen las historias –probables, casuales, veraces- que ahí pudieron (o no) suceder. La música de Manuel García es la anécdota de una añoranza necesaria, personal y anónima, invisible en el cotidiano de alguien que pasea por un parque donde las horas avanzan como avanza la vida, avanza el sosiego y el irremediable orden dramático de la vida: amanecer, plenitud y ocaso.
El valor de “Las Horas del Día” es quizá el de las películas pequeñas, como pequeños son nuestros recuerdos. Recuerdos de lugares donde conocimos personas o terminamos de ver a otras personas, recuerdos de olores, de canciones, de colores, de pequeños tics del otro que quedaron inexorablemente adosados a un lugar, a una pared, a una calle, al pasto de un parque, a un edificio que se ilumina de determinada manera a las siete de la tarde. Así, la primera película de Christián Ramírez mas que ser una película, es una reminiscencia urbana, falsamente sencilla y compleja en su metáfora del hombre moderno ahogado en la ciudad que se niega a desparecer, que se resiste con las tradiciones, con la amargura de estar en un lugar que no existe: un parque amable y prístino de una ciudad que se cae  a pedazos gracias a su sistema.
Así, “Las Horas del Día” articula un relato que provoca mas que complace, planteando un espacio único e inverosímil, tal como es el recuerdo humano. Es una película que deja de lado sus referentes norteamericanos para entablar una estrategia dramática que se desliga de las aprehensiones del clasicismo con los recursos mas clásicos que puede proponer el cine: un hombre canta frente a la cámara en un espacio natural, tal como lo dice la sinopsis del film. Esta dicotomía entre modernidad y tradición es un ejemplo de postmodernidad, muy en la línea de los films musicales españoles o los documentales de bandas que Ramírez cita como influencia. No es un retrato, no es un documento, pero es la memoria de un día, de pequeños instantes irrepetibles, “el día de una noche no agitada” en una ciudad grande de un país muy pequeño, un rincón como rincones tiene la casa de la abuela, rincones aún sin descubrir, con telas de araña y fragmentos de figuritas de loza rotas que nunca fueron removidos, con caramelos escondidos en los cajones con olores imposibles y con las luces que se cuelan de forma irreal entre el visillo de una gran y alta ventana. Santiago, como una casa antigua, está llena de pequeños lugares que como niños debemos encontrar, degustar y disfrutar, tal como lo hacíamos, en algún tiempo atrás, cuando aquello que importaba no es nada de lo que ahora nos importa.


Luis Horta Canales
Equipo Cineclub

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